Una invitación semanal a darse un espacio para leer un trozo del evangelio y compartir una reflexión sencilla a partir de nuestras experiencias de la vida diaria.
Caminando Juntos
Cartillas de Reflexión
Un espacio abierto e interactivo, que pretende enriquecer a un número creciente de personas, especialmente quienes buscan respuestas para sus inquietudes espirituales.
29 Dic 08
Lucas 2, 36-40
Hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén
“Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permanecido viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él”.
Estamos en Israel. En medio del pueblo elegido por Dios para llevarle el evangelio (buena noticia) a todos los demás pueblos. Los herederos de Abraham serán luz y bendición. Estamos junto a gente de una de las 12 tribus, Ana, hija de Fanuel de la tribu de Aser. Estamos entrando en el Templo, acompañando a la familia que, según la costumbre de su tradición religiosa, iba a presentarle al Señor a su hijo recién nacido.
Es un suceso común en Jerusalén, la ciudad santa. Sin embargo, es también un suceso especial que llena el corazón de Ana de alegría y la torna, además de profetisa, una misionera que anuncia la buena noticia de la redención de Israel por el niño que iba a presentarse al Señor, al Dios de la Vida, de la historia, de los padres y madres.
El camino desde Abraham al Mesías se concentra en un momento; el camino hacia la salvación se ilumina por un niño y una viuda ya mayor. Los tiempos se encuentran – pasado, presente, futuro – en la alabanza de Ana, en su canto que recuerda el canto de otra Ana, la madre de Samuel (1Sm 2, 1-11), y el Magnificat de María (Lc. 1, 46-55).
El niño crecía y se fortalecía como cualquier niño que tenga una buena familia, el Dios encarnado, por el poder del Santo Espíritu y del Sí y de la carne de una mujer, vive como uno de nosotros, como nuestros hijos y nietos, sobrinos y ahijados. Y la gracia de Dios estaba sobre él, como está sobre todos, todos los seres humanos, sobre toda la Creación.
El texto que concentra todos los tiempos y personas bajo la gracia de Dios nos llama y nos impulsa a la misión de anunciar el evangelio, la buena noticia de que ya llegó aquél que se esperaba durante el Adviento, que el reino de Dios ya acaricia aunque no abrace totalmente.
Dedico este breve y modesto comentario a todas las mujeres mayores, especialmente a las solas, viudas o no, a las que tienen problemas de salud y pequeña jubilación, a las que se preguntan por qué Dios todavía nos mantiene vivas, por acá. La vida es misteriosa, los designios de Dios también. Hagamos como la viuda y profetisa Ana, podemos alabar al Señor y anunciar la alegría y la esperanza de vivir, porque Dios nos quiere.
Hagamos como las mujeres estériles (Sara, Ana e Isabel) de cuyos vientres salieron hombres trabajadores del camino de la salvación (Isaac, Samuel, Juan Bautista) que nos vino del vientre virgen de la joven que dijo SI a la gracia de Dios (María y Jesucristo). Hagamos como ellas, pese a dudas y a problemas, tomemos la misión de anunciar a Jesús en medio de dolores y soledad, en medio de incomprensiones, de oídos sordos y corazones cerrados. No nos cabe la respuesta. No está en nuestras manos conocer los resultados.
Está en nuestras manos, en nuestro espíritu, como en los de Ana, alabar, rezar, acoger, sonreír, cantar y abrazar. Está en nuestras manos, en nuestro espíritu, como en los de Ana, sufrir y sentirnos más cerca de la cruz, entonces ya anunciada, seguida de la resurrección, más juntitas aún de Jesús que nos dirá: he ahí a sus hijos, el mundo, donde estuve en carne y sangre por 33 años, del cual me fui a la gloria de mi Padre, al cual dejé el Espíritu Santo que nos une hoy y siempre.
Que la Sagrada Familia, reunida en el Templo, nos dé la paz y la alegría de sentirnos parte de ella. Amén.
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