Una invitación semanal a darse un espacio para leer un trozo del evangelio y compartir una reflexión sencilla a partir de nuestras experiencias de la vida diaria.
Caminando Juntos
Cartillas de Reflexión
Un espacio abierto e interactivo, que pretende enriquecer a un número creciente de personas, especialmente quienes buscan respuestas para sus inquietudes espirituales.
05 Oct 09
Lucas 10, 25-37
“¿Quién es mi prójimo?”
Un maestro de la Ley, que quería ponerlo a prueba, se levantó y le dijo: «Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?» Jesús le dijo: « ¿Qué está escrito en la Escritura? ¿Qué lees en ella?» El hombre contestó: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y amarás a tu prójimo como a ti mismo.» Jesús le dijo: « ¡Excelente respuesta! Haz eso y vivirás.» El otro, que quería justificar su pregunta, replicó: « ¿Y quién es mi prójimo?» Jesús] empezó a decir: «Bajaba un hombre por el camino de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos bandidos, que lo despojaron hasta de sus ropas, lo golpearon y se marcharon dejándolo medio muerto. Por casualidad bajaba por ese camino un sacerdote; lo vió, tomó el otro lado y siguió. Lo mismo hizo un levita que llegó a ese lugar: lo vio, tomó el otro lado y pasó de largo. Un samaritano también pasó por aquel camino y lo vio; pero éste se compadeció de él. Se acercó, curó sus heridas con aceite y vino y se las vendó; después lo montó sobre el animal que él traía, lo condujo a una posada y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente sacó dos monedas y se las dio al posadero diciéndole: «Cuídalo, y si gastas más, yo te lo pagaré a mi vuelta.» Jesús entonces le preguntó: «Según tu parecer, ¿cuál de estos tres fue el prójimo del hombre que cayó en manos de los salteadores?» El maestro de la Ley contestó: «El que se mostró compasivo con él.» Y Jesús le dijo: «Vete y haz tú lo mismo.»
Tiempo atrás, por mi trabajo me encontraba en el norte de Chile. Era mediodía, el aire seco del desierto y el sol muy fuerte obligaba a todos a caminar pegado a las paredes para lograr un poco de sombra. Pero ese día algo me hizo salir de ese caminar: mi vista se posó en un hombre joven, muy flaco, que estaba sentado en la verada a pleno sol y con las manos sobre su cabeza. Dudé un instante en seguir de largo, y así lo hice. Pero mi conciencia -de inmediato- me lo enrostró. Me devolví, me acerqué y senté a su lado. Le pregunté que le pasaba. En balbuceos me dijo que estaba desesperado, abandonado, sin trabajo, sin dinero, lejos de su ciudad y familia. Lo persuadí a tomar un refresco, un poco de comida y conversar. Aceptó. No es el caso relatar su tragedia, baste decir que ya tenía en sus manos cicatrices de intentos de suicidio, dormía en una banca de la plaza. Su problema se había iniciado por una grave falta que había cometido, de lo cual estaba arrepentido, pero no lo habían perdonado, había sido excluido y le habían cerrado todas las puertas. Conversé largamente con él, logré ubicar a un familiar que vivía en el otro extremo del país y que aceptó recibirlo. Lo surtí de alimento, vestí modestamente y lo puse en un bus con algo de dinero para dicho largo viaje de 24 horas. La historia sigue con un buen final, pero para los efectos de esta reflexión debo llegar hasta aquí. Él me preguntó porqué lo hacía y cuando le explicaba que lo hacía por ser yo cristiano y él ser mí prójimo a quien Jesús había puesto en mi camino, parpadeaba incrédulo y me decía que era caso raro, difícil de comprender. La gente que pasaba a nuestro lado, nos ignoraba, muy pocos se percataban de lo que acontecía. No les interesaba, no era un problema de ellos. Así somos, es nuestro mundo frío de amor: ciegos e indiferentes.
Día a día, por donde transitamos, vivimos y trabajamos, lo hacemos inmersos junto a otras personas que no conocemos, unos van, otros vienen, otros caminan al lado nuestro sin conocernos ni entablar una conversación. Todos los días es lo mismo. Lo hacemos en forma autómata, preocupados en nuestros afanes, deseos, problemas o sueños personales. Pero, preguntémonos ¿abrimos nuestros ojos para ver con más detención lo que el rostro y aspecto de esas otras personas pudiesen estar diciéndonos? Ciertamente no lo hacemos, pues no nos damos el tiempo ni deseamos hacernos de los problemas o angustias de los otros. Sin embargo, como cristianos y católicos estamos conscientes que nuestro anhelo es llevar un comportamiento solidario y ejemplar a los ojos de Dios para alcanzar la recompensa de la vida eterna. Oramos, vamos a misa, damos una educación religiosa a nuestros hijos, cumplimos con pagar el diezmo, proclamamos nuestra fe sin miedo y estamos siempre atentos a seguir las orientaciones que nos dan los sacerdotes y obispos ¡Muy bien! ¡Muy bien! Pero ¿Es suficiente? ¿Qué pensará Dios? «No basta decir Señor, Señor, para entrar en el reino de los cielos, sino que hay que realizar la voluntad de mi Padre que está en los cielos» (Mt. 7, 21).
Jesús ante la pregunta ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna? responde «amarás a tu prójimo como a ti mismo». La respuesta es categórica, no deja espacio para interpretaciones evasivas o acomodaticias. Este imperativo de Jesús debemos grabarlo en nuestro corazón y actuar con pasión -en el día a día- conforme a ello. Si no lo hacemos desde hoy, el mundo no cambiará y nos alejaremos de Dios, aunque llevemos una vida “piadosa” de oración y adoración al Señor.
El amor no consiste solo en conmoverse ante la desgracia o miseria del otro, va mucho más allá, es actuar a favor del otro, aunque no sea un familiar o amigo, es traspasar nuestro circulo más inmediato para dar lo que muchas veces no nos sobra y es también darle parte de nuestro tiempo. Los invito a reflexionar y a tomar el compromiso en el día de hoy a actuar así -al menos- ante un caso concreto para dar un primer paso. Jesús nos observa y nos dice: ¡Hazlo! ¿Qué esperas? Creo, que seremos verdaderos cristianos cuando nos compadezcamos y ayudamos a los demás con acciones solidarias y no con una caridad monetaria por el solo cumplir, sin sacrificio y pasión.
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