Una invitación semanal a darse un espacio para leer un trozo del evangelio y compartir una reflexión sencilla a partir de nuestras experiencias de la vida diaria.
Caminando Juntos
Cartillas de Reflexión
Un espacio abierto e interactivo, que pretende enriquecer a un número creciente de personas, especialmente quienes buscan respuestas para sus inquietudes espirituales.
04 Jul 15
Mateo 9, 18-26
“Mi hija acaba de morir pero ven tú y vivirá”
Así les estaba hablando, cuando se acercó un magistrado y se postró ante él diciendo: «Mi hija acaba de morir, pero ven, impón tu mano sobre ella y vivirá.» Jesús se levantó y le siguió junto con sus discípulos. En esto, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años se acercó por detrás y tocó la orla de su manto. Pues se decía para sí: «Con sólo tocar su manto, me salvaré.» Jesús se volvió, y al verla le dijo: «¡Animo!, hija, tu fe te ha salvado.» Y se salvó la mujer desde aquel momento. Al llegar Jesús a casa del magistrado y ver a los flautistas y la gente alborotando, decía: «¡Retiraos! La muchacha no ha muerto; está dormida.» Y se burlaban de él. Mas, echada fuera la gente, entró él, la tomó de la mano, y la muchacha se levantó. Y la noticia del suceso se divulgó por toda aquella comarca.
En esta lectura hay dos pasajes maravillosos, que hacen alusión a aquello tan esquivo en nosotros los cristianos: la fe. Mateo nos regala estos dos momentos donde aquel que tiene esa fe a la que todos estamos llamados, es escuchado por Jesús. La primera ni siquiera tiene que dirigirse a Él, puesto que desde su corazón cree sin dudar, con una entrega maravillosa a lo que, está segura, le será dado. Y el segundo representa aquel que pide, que se dirige a Dios esperanzado y podemos escuchar claramente a este padre acongojado por su hija.
¡Ambos creen¡, ¡ambos tienen confianza en el Señor¡, y nuestro Padre ha sido tan generoso con nosotros que nos muestra la fe atronadora de un padre desesperado, pero también aquella fe humilde y silenciosa, como la de todo corazón creyente que después de un largo camino de dolores y sufrimientos, se ha encontrado con la certeza que nada ni nadie es más grande que el amor de Dios. ¿Cuánto habrá vivido esa mujer allá en Israel?, ¿cuantos desprecios, humillaciones, soledades, prejuicios habrá soportado? Esos mismos dolores viven muchos hoy en día, los olvidados, “los descartados” como dice nuestro buen Papa Francisco y aun así siguen manteniendo su fe o esperan encontrarla en la cara de los que dicen ser seguidores de Cristo.
Si los pobres de los pobres son capaces de descubrir y confiar en la promesa de amor de Nuestro Señor, ¿no debería ser más fácil encontrarla en los privilegiados que hoy leen esta reflexión? Debemos entregarnos a este amor, como todo enamorado, con locura, con total confianza y sin lugar a dudas nos veremos recompensados.
Hace unos años pude vivir el regalo del don de la fe, y lo he atesorado con alegría para continuar mi vida apegada al Señor, que como testimonio quisiera relatarles. Fue en la madrugada, después de las fiestas de Pentecostés, cuando mi tercera hija, que había estado sirviendo a Nuestro Señor con alegría, enfermó gravemente por un virus alojado en su cabeza. Los doctores anunciaron diagnósticos terribles y nos sumergieron durante unos momentos en dolor y desesperación, pero luego tuve la certeza que solo Dios en su infinito amor iba a salvar a nuestra amada hija, por lo que llame a una amiga cercana para que le comunicara a los hermanos y hermanas de comunidad que oraran por nosotros. Contra todo pronóstico mi hija comenzó a recuperarse en cuanto fueron sumándose más y más oraciones, que confiadas en El, pidieron por su salud.
El llamado es que no esperemos pruebas así para dirigirnos en voz alta y confiados a Dios, sino que estemos tomados de su manto desde mucho antes, alimentándonos del Evangelio, formando comunidades, haciendo servicio de amor en “las periferias de la sociedad”, orando continuamente, porque como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, “Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que nos la aumente”. Recordemos que aunque la fe es un don de Dios, debe ser aceptada libremente por nosotros, y se debe perseverar en ella cada día de nuestras vidas.
Esa es mi invitación en esta reflexión, para que tú que estás leyendo estas líneas, descubras que en la certeza del inigualable amor de Dios, no solo está la ayuda y el consuelo sobrenatural, sino la alegría del amor y la caridad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que como fuego poderoso te abraza, te protege y hará desbordar en ti ese mismo amor para todos quienes te rodean y para esta casa común que el Papa Francisco nos ha invitado a cuidar.
Elizabeth, nada mas cierto, la Fé que tenemos ha sido regalada por DIOS, pero no podemos olvidar que debemos alimentarla con nuestras obras.
Debemos abrir nuestros brazos para recibir al que está caído, extender las manos para que se levante y salga adelante, dejar de lado, ese adormecimiento que no construye, sino destruye.
Debemos imitar a JESÜS en su vida humana, eso es lo que nos pide el evangelio, así estaremos construyendo el reino en nuestra casa común